lunes, 28 de septiembre de 2009

¿Nos ponemos de acuerdo?



Gran parte de nuestro sufrimiento proviene de un malentendido. Surge de una lucha interior, un antagonismo interno entre dos fuerzas: “aquello que soy” versus “aquello que desearía ser”.
Casi sin que nos demos cuenta, en nuestra mente se instala un campo de batalla y vamos por la vida, en medio del fuego cruzado y con un arsenal a cuestas, sin comprender nunca por qué nos pasa lo que nos pasa.

La salida de este laberinto existencial tiene más de un atajo. La liberación del ego es una puerta posible para quienes están camino a la iluminación. Mientras tanto y para muchos otros, existen maneras de aprender a convivir con nuestro “yo” en el transcurso de esta vida terrenal. Se trata de lograr que ese ego infantil y carente por definición, madure. Que lentamente despierte del condicionamiento que arrastra y, un buen día, con viento a favor y un profundo trabajo evolutivo conciente, llegar a trascenderlo.

El Dr. Noberto Levy, reconocido psicoterapeuta humanista transpersonal describe con mucha claridad y precisión este mecanismo del desacuerdo interior, sus raíces en la ignorancia existencial del ego y cómo abordarlo terapéuticamente. Para Levy “el ser humano padece como consecuencia de sus intentos ignorantes de producir bienestar” y lo que propone desde esta visión como trabajo terapéutico es darle inteligencia a ese deseo de bienestar y completud del ego (al “cambiador”), dado que, “tan cierta como su ignorancia manifiesta es también su profunda sabiduría potencial, es decir su capacidad de aprender”.

De modo que cuando “lo que deseo ser” actúa con la ignorancia de su inmadurez, se enoja, se resiste, patalea y, obviamente, no logra realizar la transformación anhelada (ni adentro ni afuera) generando daño y confusión, o sea, sufrimiento psicológico. Pero si ese mismo deseo, pulidito, con paciencia y lúcida dedicación, alcanza cierta sabiduría propia de la madurez, puede convertirse en un eficaz colaborador de la vida. Si le damos la oportunidad, el ego puede transformarse en conciencia asistencial al servicio de la plenitud del desarrollo. Para esto es necesario “curar” esos desacuerdos internos primarios.

Todos sabemos que llegar a un verdadero acuerdo, donde cada una de las partes quede medianamente conforme es una delicada tarea. Como toda negociación, requiere altas dosis de escucha, tolerancia, apertura, tiempo, flexibilidad y un ingrediente esencial cuando se trata con el dolor humano: compasión.
Para que esta empresa resulte exitosa, hay que comenzar por nosotros mismos. De nada sirve juntar firmas por la paz si la guerra sigue ardiendo cada día adentro nuestro. Antes de correr a intentar solucionar la lista interminable de problemas allí afuera, sería interesante sentarnos un ratito a conversar con nuestros propios aspectos rechazados, odiados, abandonados, sepultados...
Si perdemos el miedo, probablemente nos sorprenda lo que encontremos. Posiblemente nos demos cuenta dónde fue que perdimos el rumbo. Quizás vislumbremos a lo lejos una lucecita en el camino de vuelta a casa.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Las mujeres y el poder de la nutrición


"Tenemos los pechos para amamantar, tenemos los brazos para acunar, tenemos palabras para explicar, tenemos un cuerpo para cobijar, tenemos el útero para recibir, tenemos brillo interior para resplandecer, tenemos orden para organizar, tenemos la paciencia para esperar, tenemos la profundidad para comprender, tenemos la alegría de enseñar, tenemos la constancia para ver crecer, tenemos la locura de morir para parir y de renacer para vivir, tenemos la imaginación de los sueños y la transparencia del universo para compartir.

Depende de la decisión consciente de cada mujer, que todo individuo que entre en contacto con nosotras continúe su viaje más y mejor nutrido después de habernos relacionado. Las mujeres estamos hechas a imagen y semejanza de la tierra: generosas, húmedas, fértiles y receptivas. Y si ese no fuera el caso, revisemos la distancia que hemos erigido entre nuestro "yo interno" y nuestro "yo engañado". Porque se trata de una equivocación que merece ser reparada."


Laura Gutman, "La Revolución de las madres"

miércoles, 16 de septiembre de 2009

En el filo de la navaja


El título de esta entrada lo tomé de un libro maravilloso acerca de las relaciones de pareja de John Wellwood que se llama "Amar y despertar". Una joyita para aquellos que un buen día nos embarcamos en esta aventura de formar una pareja, intentando amar verdadera y profundamente a un otro sin morir en el intento.

Como ya casi todos sabemos, el nudo de nuestros dramas actuales comienza en la primera infancia, cuando en mayor o menor medida nos vemos empujados a cerrar gran parte de nuestro ser para establecer residencia en un pequeño espacio, en una sola habitación. Nuestro ego o personalidad condicionada no es otra cosa que una estrategia de adaptación a un mundo que parece no apoyar lo que realmente somos.

Wellwood lo explica así:
“Como una manera de defendernos contra el miedo de no ser nadie, por ejemplo, podríamos tratar de vernos grandes y duros. Decirnos a nosotros mismos, 'Este es quien soy: alguien que no tiene miedo, alguien que puede manejar cualquier cosa'. Si no somos capaces de manejar nuestro dolor o nuestra tristeza, podríamos desarrollar la identidad de 'una persona entusiasta y optimista', alguien que está por encima de tales sentimientos. O si nuestra necesidad de amor ha sido frustrada, podríamos construir una fachada que simule que no tenemos ninguna necesidad. Finalmente empezamos a creer que realmente no necesitamos amor. Y tales creencias crean una imagen distorsionada de la realidad: que es como un soñar despiertos o caer en un trance en el que llegamos a vivir.”

Así es como, en el mejor de los casos, llegamos a crear nuestro capullo protector en el que a lo largo de los años nos sentimos a salvo. Pero al mismo tiempo ese falso yo fabricado con imágenes congeladas y distorsionadas de nosotros mismos se vuelve una prisión, una jaula espiritual. Desde allí adentro se vuelve difícil enterarnos de quiénes somos realmente, poder expandirnos y vivir más libremente. Esa personalidad condicionada siempre oculta una sensación de deficiencia, de pérdida de contacto con nuestra totalidad y profundidad, con el sentido y la magia de la vida.

De modo que nos empeñamos en establecer nuestro valor a través del tener y el hacer: “Tengo, luego soy. Hago, luego soy”. Y así vamos por la vida...teniendo y haciendo. Y no importa cuánto tengamos ni cuanto hagamos, esa vieja y conocida sensación de vacío y frustración que logramos mantener a raya con tanta actividad, tarda poco tiempo en reaparecer como manchas de humedad en la pared. Finalmente muchos de nosotros imaginamos que si encontrasemos a alguien a que nos ame y a quien amar, a esa persona única hecha a nuestra medida naranja, ella ó él llenaría nuestro vacío y todo estaría en su lugar.


Cuando ese ser tan anhelado aparece en escena, se produce el sacudón. El alma se nos expande. Como dice Wellwood:
“Las puertas de nuestro piso de una sola habitación se abren de pronto y nos sentimos excitados ante la posibilidad de volver a habitar el gran palacio de nuestro ser. Sin embargo, algo nos detiene en el umbral. No hay luces encendidas en las desatendidas habitaciones y corredores del palacio. Hay telarañas en las esquinas ¿y quién sabe qué mas?”
Entonces nos quedamos parados ahí frente a la puerta de esas partes de nosotros mismos que desconocemos, frente a las que nos sentimos totalmente inexpertos y vulnerables. Tememos convertirnos en pequeñ@s dependientes y necesitados y esta contradictoria sensación de querer avanzar, dar ese salto es tan excitante como amenzadora. Una parte de nosotros quiere expandirse, abandonar viejas identidades limitantes y la otra quiere retroceder y se encoje ante lo nuevo. Quién sabe cuánto tiempo podemos permanecer ahí, en el límite de lo desconocido, en la frontera de una manera completamente nueva de ser, al filo de la navaja.

Continuará..

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Meditaciones puerperales

Llevar la mente a casa
reposar en la quietud
deshacerse en el silencio
abrirse suavemente como una flor
descansar en el vacío fértil sin pensamientos.


De vez en cuando me gusta soltar amarras, abandonar el muelle seguro de la mente racional y salir a navegar aguas adentro en el océano de la conciencia expandida.

En esta etapa tan desconocida como oculta de la vida de una mujer como es el puerperio*, la posibilidad de entrar en un espacio de quietud, silencio e introspección puede resultar tan atemorizante como necesaria.

Maternar es un arte que excede a lo estrictamente funcional. No se trata sólo, como muchos ingenuamente creen, de darles de comer, cambiarles los pañales, hacerlos dormir, jugar un ratito y velar por la salud de los pequeños.
Sintonizar con la verdaderas necesidades de nuestros bebés implica poder suspender, aunque más no sea por unos instantes, nuestra constante actividad. La del cuerpo y, más difícil áun: la de la mente racional, para sumergirse en un espacio sin tiempo. Para esos locos bajitos no existen los relojes, ni los celulares, ni las agendas impostergables. Ellos natural y espontáneamente viven en un aquí/ahora, total y permanente.

La práctica de la meditación, sea del tipo que sea, es una maravillosa herramienta que a los occidentales nos ayuda a explorar el silencio, focalizar la atención y la concentración y rozar la serenidad. Nos señala un camino hacia ese famoso espacio vacío que, con buena práctica, se empieza a asomar entre un pensamiento y el que le sigue.
Los budistas tibetanos dicen que es como “llevar la mente a casa”, volver a una cierta naturaleza esencial de la mente que se asemeja a un cielo despejado.

Comprender la naturaleza de nuestra mente es un viaje sin destino a tierras inexploradas. Nos confronta con el misterio mismo del Universo y su insondable profundidad.
El puerperio, con todas sus confusas vivencias de desestructuración y oscuridad es, a la vez, una puertita que se entreabre y nos desafía a zambullirnos en ese otro mundo: interior, fluido, ying, invisible, femenino..




*Se denomina así al período que atraviesa una mujer después del parto y que conlleva una serie de profundas transformaciones a nivel físico, psíquico y espiritual. Se extiende aproximadamente hasta los dos años del niño, etapa en la cual ambos, mamá y bebé, se hallan en un estado de “fusión emocional”.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

La impermanencia


Uno de los temas con los que desde muy chica me vi confrontada, al igual que muchos niños que pierden a algunos de sus padres, es el de los finales y las pérdidas. Más tarde, de uno u otro modo, el asunto este de la muerte, anduvo merodeando en repetidas circunstancias de mi vida. Y después de muchos años (con muchas lágrimas, muchas terapias y muchoas abrazos) de darle infinitas vueltas a la rosca, logré ir vislumbrando, tímida y silenciosamente, el otro rostro del fantasma.

Esa otra cara de la impermanencia que tiene que ver con la posibilidad concreta de vivir, en esta vida y en esta Tierra, menos neurótica y más plenamente. De trascender el dolor una vez que dejamos de huirle, lo sentimos y lo miramos bien de cerca. Puede que lo aceptemos o no, pero detrás de todos nuestros miedos se esconde el más grande y negado: el miedo a la muerte. A la pérdida final, a la disolución de este “yo” que tanto esfuerzo nos llevó armar y defender, contra viento y marea, y que pacientemente y trabajosamente fuimos puliendo a lo largo de nuestros años de existencia. Yo y lo mío. Cómo me duele, todo el tiempo y a cada rato, la idea de perder cualquier cosa que sea parte de mí. Desde una lapicera, "porque era mía”, hasta mi billetera, mi perro, mi amig@, mi auto, mi tiempo, mi belleza, y esa lista infinita de objetos/personas/circunstancias que fuimos laboriosamente incorporando a nuestro haber. Y está bien que las tengamos. Es realmente placentero hacer uso y disfrutar de esas maravillosas cosas y cada una de las experiencias que nos posibilitan tener.

La cuestión es cuánto nos aferramos. Si es con uñas y dientes....estamos en problemas.
Hay un experimento para trabajar con los cambios que está lindo para pensar esto del aferrarse:

Tome una moneda. Imagínese que representa el objeto al cual usted se aferra. Enciérrela en el puño bien apretado y extienda el brazo con la palma de la mano hacia el suelo. Si ahora abre el puño o afloja su presa, perderá aquello a lo que se aferra. Por eso está apretando.
Pero hay otra posibilidad: puede desprenderse y aún así conservarla. Con el brazo todavía extendido, vuelva la mano hacia arriba de forma que la palma quede hacia el cielo. Abra la mano y la moneda seguirá reposando sobre la palma abierta. Ha dejado de aferrarse. Y la moneda sigue siendo suya, aún con todo ese espacio que la rodea.

Así pues, existe un modo en que podemos aceptar la impermanencia sin dejar de disfrutar de la vida, todo al mismo tiempo, sin aferrarnos.

Si de vez en cuando y a modo de ejercicio zen, profundizáramos un ratito en lo inevitable de todas las pequeñas-grandes pérdidas con las que, tarde o temprano nos vemos confrontados, una y otra vez, quizás podríamos aflojar algo de la lucha por retener aquello que hoy está y mañana.. ?? Y esto no tiene por qué volvernos nihilistas, ni fríos, ni desinteresados. Todo lo contrario. Llevado a fondo, este pensamiento puede ser un punto de giro, una rajadura en el tejido que nos filtra la realidad tal como estamos acostumbrados a mirarla. Y permitirnos ir por la vida un poquito más livianos (no traducir “light”), menos conflictuados (o contracturados), más en sintonía con el presente, con lo que sucede, momento a momento.

En este mismo instante tenemos la capacidad de cambiar el curso de nuestros pensamientos y enfocarlos hacia eso que nos hace vibrar, nos inspira y nos conecta con la esencia de nosotros mismos. Suena muy simplista? No lo es. Se trata de intentarlo. Como en las cadenas de emails que prometen sorpresas y deseos cumplidos en x días enviando el mensaje a x personas, “si no lo hacés, nunca sabrás”.