lunes, 21 de noviembre de 2011

Un puente entre el Yo y el Nosotros


Uno de los grandes temas en mis primeros años de búsqueda intelectual fue el punto de encuentro entre lo individual y lo colectivo. En mis primeras épocas de estudiante de Ciencias Sociales, centrar la mirada en las problemáticas individuales de las personas, era casi impensable. Mucho menos hablar de espiritualidad. Había algo más grande y trascendente que atender: arreglar el mundo a través del cambio social. Lo que se respiraba en esos ámbitos era una suerte de creencia en que si lográbamos “revolucionar” la base, el resto se acomodaría por añadidura.
Me llevó un buen tiempo y varias sesiones de terapia decidirme a entrar en una universidad privada a pedir el programa de Psicología. Vivía como en dos mundos paralelos. Por un lado me fascinaba desentrañar los procesos socio-histórico-culturales subyacentes a lo que sucedía en el mundo actual tal como se lo veía a simple vista, y por otro, empezaba a saborear mis primeros viajes por otras dimensiones de la conciencia a través del yoga, la meditación y las lecturas inspiradoras de distintos maestros. La integración de estos distintos niveles llegaría muchos años después.

Hoy, releyendo  esta entrevista a Eugenio Carutti-antropólogo, gran pensador de nuestro tiempo y astrólogo- acerca de los cambios colectivos y el crecimiento individual, vinieron a mi memoria imágenes sueltas de aquellas épocas. Si hubiera leído este material por aquel entonces seguramente me hubiera ahorrado unas cuantas vueltas de espiral, pero quizás me hubiera perdido también las muchas perlitas que fui encontrando en este camino de autoconocimiento e indagación personal.
Aquí van algunos párrafos de la entrevista a Eugenio Carutti: “Un puente entre yo y nosotros”.

“El pasaje de la militancia a la preocupación por la transformación personal hay que examinarlo en varias capas. Como fenómeno social, me parece que es una oscilación compensatoria: el paradigma anterior indicaba que había que entregar la propia energía a la sociedad. Y en el presente el tema parece ser preservarse de la fagocitación de lo social. Los dos movimientos son en sí mismo egoístas y, al a vez, responden a lo colectivo. Quiero decir: el militante se entrega, pero lo hace por sus propios afanes inconscientes de poder: el suyo es un idealismo que espera un premio que lo convierta en alguien especial. Alguna figura, real o imaginaria, le ha encomendado una misión, y él lucha por satisfacerla y obtener el premio, material o ideal, que ella le promete.

El paradigma de la transformación personal, por otra parte ¿Es realmente un proceso de crecimiento, o es simplemente narcisismo, creer que uno es un ser autónomo del mundo que lo rodea y puede transformarse de manera independiente?
No hay demasiada diferencia entre una modelo publicitaria y alguien que dedica todo su tiempo a estar con gurúes para alcanzar su “desarrollo espiritual personal”: una hace la cosmética externa, el otra la interna. En ambos casos es algo totalmente autorreferente. Uno diría: ¿qué proceso de transformación puede haber si esa persona que dice conocerse a sí misma, prende el televisor, ve lo que pasa en Ruanda y no se conmueve hasta las lágrimas? Es ridículo. Un autoengaño. Si realmente hubiera habido un proceso de profundización espiritual, lo que se hubiese desarrollado sería la sensibilidad, y entonces jamás podría sentirse indiferente frente al dolor del mundo.

Por otra parte, el militante de la década del sesenta desconocía por completo sus conflictos psicológicos, su estructura interna y sus proyecciones arquetípicas. No tenía contacto con sus deseos inconscientes de poder, sus problemas con la autoridad y la figura paterna y sus confusos anhelos de pertenencia. Era un ser profundamente desordenado y neurótico que se angustiaba tanto ante lo que le pasaba a él y a los demás –porque era muy sensible-, que trataba de resolver todos los problemas del mundo, y en cambio producía un desorden aún mayor.

Si una persona no se conoce profundamente a sí misma, es imposible que pueda aportar un mínimo de claridad en el afuera. Los militantes casi siempre eran, o mejor dicho, éramos jóvenes con problemáticas no resueltas con el padre, con la madre o lo que fuera, y terminábamos siendo manipulados por alguna figura. Sucumbíamos a toda la telaraña del poder porque éramos bastante ingenuos: no comprendíamos las dimensiones más oscuras del ser humano, no nos comprendíamos a nosotros mismos. Veíamos lo oscuro en otra persona y arremetíamos contra ella, sin darnos cuenta que luchábamos contra lo que teníamos dentro. (…)
Todo trabajo profundo empieza por disolver por completo, dentro de nuestra conciencia, la oposición individual-colectivo. La vida hace experimentos continuos y descubre nuevas sendas a través de algunos seres humanos individuales –que no están separados del resto-; al mismo tiempo, el conjunto de la sociedad debe organizarse con una cierta estabilidad e inevitablemente presenta resistencia al cambio. Este doble proceso tiene una dinámica particular. Si hay una correcta relación entre el experimento individual –que siempre es un impulso de la especia- y las necesidades de organización de la sociedad, el conjunto se va renovando sin perder el equilibrio. Entonces, los caminos aparentemente individuales tienen sentido.

(…) El tema es descubrir hasta qué punto el ser humano puede derribar las defensas que lo aíslan de su propio inconsciente, porque son las mismas que lo separan de los demás y de la vida. Cuanto más pueda disolverlas, estará más en contacto tanto con lo luminoso como con lo oscuro. En cambio, si la persona se separa de lo profundo porque no puede tolerar lo que encuentra allí, se tiene que defender, porque de hecho lo sigue teniendo adentro, aunque lo niegue o lo reprima. Podrá imaginar cómo sería un mundo maravilloso, pero serán simples ideas y proyecciones de su interior confuso y desconocido. Hay que ser capaz de soportar el propio rostro, perderle el miedo a lo que es, tal como es.
Creo que el gran desafío es construir ámbitos donde podamos escucharnos simplemente. Sin decir “qué bárbaro” o “qué estupidez”. Encontrarnos para tocar las dificultades profundas. Sin esa impaciencia que anhela la resolución inmediata, que sólo escucha lo que cree entender o pregunta enseguida cómo se aplica lo que se dice. Lo verdadero no se aplica: fluye y transforma, y si actúa sin que nos demos cuenta, mucho mejor. Lo profundo es delicado y frágil y no resiste nuestra voracidad.

Necesitamos espacios donde pueda preservarse la vulnerabilidad de lo creativo. La vida precisa seres que le permitan experimentar a través de ellos y encontrar nuevos caminos para renovarse. De otro modo empieza a repetirse a sí misma. Pero como no puede estancarse, tarde o temprano, debe destruir lo cristalizado.
Creo que ser instrumento de la vida es entregarse a la aventura, entregarse como un espacio en la cual ella – y no uno- pueda manifestar algo nuevo. Y una de las cosas que la vida nos está mostrando es que somos seres en red. Vamos a tener que aprender a ser aventureros en red: quiero decir, no solo seguir la propia senda hacia lo desconocido, sino escuchar las otras y resonar con ellas. Ser sensibles a todos los caminos que se abren, sin tratar de reunirlos o convertirlos en uno solo, sino dejar que se entretejan, a través de nosotros, más allá de nosotros."

(extraído de la Revista "Uno Mismo")